El Hospital General de Viena era uno de los mejores hospitales del siglo XIX. A pesar de poseer los últimos avances médicos y del mejor personal de la época, de los 20.000 partos atendidos entre 1841 y 1846, murieron el 10%, es decir casi 2.000 madres. En la actualidad, en los países del primer mundo la tasa actual de muerte materna en el parto es de 9 mujeres por cada 100.000 partos. ¿Qué cambió la historia?
Las mujeres que daban a luz en esa época podían llegar sanas al hospital pero contraían en esta la mortal fiebre puerpueral. Un joven médico húngaro llamado Ignaz Semmelweis, entró en 1847 a trabajar como ayudante del director de la Maternidad General de Viena, el considerado mejor hospital de la época.
El primer asunto que provocó su curiosidad eran aquellas fiebres letales capaces de llevar a la muerte a una de cada diez mujeres que daban a luz. La primera pista surgió cuando un médico se hizo, por accidente una herida superficial con el bisturí de disección de un estudiante y falleció a los pocos días. Presentó los mismos síntomas que las embarazadas que morían. Inmediatamente estableció la teoría de contaminación por partículas de los cadáveres.
Ignaz instaló un lavabo en la entrada de la sala de partos para que los estudiantes se lavaran las manos con soluciones con cloro antes y después de atender a las pacientes. Así se consiguió una disminución extraordinaria en la mortalidad, que bajó de un 18.3% en abril a 2.2 % en mayo y a 1% en agosto de aquel año.
A pesar de este gran descubrimiento Semmelweis fue tratado injustamente por sus compañeros médicos. Se negaban a aceptar que los médicos mismos eran los culpables de las muertes en los partos. Terminó siendo expulsado del Hospital de Viena por sus superiores. Dos décadas después con los descubrimientos de Pasteur, Koch y Lister se confirmaron los aportes a la medicina del médico húngaro.
Recuerdo esta historia porque en el caso de la actual emergencia sanitaria provocada por el Coronavirus somos nosotros mismos los posibles portadores de los virus que contagien a los demás. Contrario a otras pandemias precedentes, en las que eran animales los que portaban los dañinos virus o bacterias, ahora somos las personas mismas las que con nuestras acciones propagamos la mortalidad. Es posible que con nuestros comportamientos no queramos dañar a los demás, tal vez alguno de los que lea estas líneas (Dios no lo quiera) sea portador asintomático del Covid-19 y contagie a sus amigos y seres queridos sin darse cuenta. Me imagino que a ninguno se le cruza por la cabeza ser tan inconsciente como para ser propagador o al menos colaborador de esta enfermedad que tiene de rodillas al mundo entero.
Mucho se nos insisten en medidas de prudencia para mantenernos en nuestras casas y aumentar las medidas de higiene como el lavarse las manos con frecuencia. Sin embargo, existen otros virus más profundos que el Covid-19 y que seguramente serán causa de algunas muertes. Me refiero al virus del egoísmo que hace a algunos pensar solamente en ellos mismos y vaciar sin necesidad los estantes de supermercados. Hablo también de los egoístas que parecen no caer en la cuenta de las actuales circunstancias y continúan desinformando a los demás sembrando sospechas. El egoísmo es también la causa de que algunos se beneficien de las circunstancias y piensen solamente en sacar provecho personal vendiendo insumos como gel o mascarillas a precios desorbitantes. No me gustaría pensar tampoco que alguien se atreviera a seguir en las andadas valiéndose de las circunstancias para continuar con sus comportamientos de corrupción habituales.
Recién miré una fotografía de Italia en la cual todos los inquilinos de un edificio pusieron banderas de su país en los balcones. Cuánto me gustaría que todos sacáramos las banderas de Honduras y las pusiéramos en nuestras casas como un llamado generalizado a la solidaridad. China envió mascarillas médicas a Italia y puso en las cajas un poema de Séneca, antiguo filósofo romano:
“Somos olas del mismo mar, hojas del mismo árbol, flores del mismo jardín”.
Japón donó suplementos médicos a China y puso en las cajas un poema budista:
“Tenemos diferentes montañas y ríos, pero compartimos el mismo sol, la misma luna y el mismo cielo”.
Solo la solidaridad nos sacará a todos juntos de esta dificultad como no la ha conocido la historia moderna. La solidaridad es el humus en el que puede crecer con fuerza la misericordia. Del latín solidum, solidaridad denota la convicción de pertenecer a un todo, de modo que percibimos como propias las vicisitudes ajenas.
Obedezcamos extremadamente las medidas de prudencia indicadas por las autoridades. Cuidemos nuestra propia salud e higiene. Convirtamos nuestra estadía en casa en la ocasión de servir y pensar en el bien de los demás. Aprovechemos estos momentos para crecernos y colocarnos a la altura de las circunstancias. Ya lo hicimos en otros momentos de catástrofes cuando los hondureños sacamos lo mejor de nosotros mismos y nos comportamos de forma justa, misericordiosa, comprensiva y solidaria. La sociedad no será la misma después de esta pandemia. Espero en Dios que también nosotros seamos diferentes.